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El tiempo de la experiencia: temporeidad y queidad

José Ordóñez García

 

 

El despliegue del es referido algo aquí y ahora mediante la palabra. Así entiendo el contacto entre esos dos conceptos, tal como me lo inspira la conferencia en la que Heidegger se esfuerza por decir qué es la filosofía en su origen griego[1]. La palabra “queidad” podría considerarse traducción libre de la alemana “Washeit” utilizada por Heidegger en esa conferencia. No veo problema en decir en castellano lo que otro dice en alemán; por otro lado “Washeit” es la versión de Heidegger para la “quidditas”, que como se sabe es “quididad” en castellano. Me he permitido esa libre versión de la “quididad” como “queidad”, porque así es como se me muestra el término como tal, i.e.: temporal e históricamente en tanto se refiere a un inmediato ahí y no a una versión aprendida de forma acrítica. Por eso en lo que viene a continuación hay una presencia neta de Heidegger, sin duda, pero es mi intención poner esa presencia en juego no sólo a raíz de mi comprensión de su conferencia, que espero sea fiable y en cierto sentido plausible, sino de lo que me permite ir más allá de ella para desplegar sus posibilidades. Un primer intento, en esta dirección, lo constituye esta versión de la “Washeit” (alemán contemporáneo) como “queidad” (castellano contemporáneo, y surgido de lo común). En consecuencia no parto de ningún sitio sino de una posición, lo cual es determinante. No hay situación pura, esto ya es de por sí una fantasía, porque cualquier posición lo hace desde una situación específica, por ello todo lo que se diga siempre estará ligado a una determinada perspectiva ―no hay cosa original en esto… pero se suele olvidar constantemente―, lo cual nos obliga a reconocer un “es” en  nuestro punto de partida, que no comenzamos de “Nada”, que no podemos afirmar eso de: “soy nihilista”, porque semejante cosa es imposible, no procede uno de Nada y va a Nada, sino que solemos andar por aquí y por allí siempre ligados a las fuertes cadenas del ser. Sostener otra cosa es una mera extravagancia, aunque puede resultar muy esnob. Me considero bastante “exnob” y a estas alturas uno se hace más modesto… y más sensato en esto de pensar y hablar. Uno viene del “es” y va al “es”… ¡Pues tampoco es así! Uno “es” siempre, ni viene ni va al ser. Uno es siempre esto o aquello: en este momento pensador (en relación a mí situación activa), padre (si me llama mi hija), esposo (si me llama mi esposa), vecino (si me llama Miguel), cliente (si me llaman por teléfono para venderme algo), hijo (si me llama mi madre)… en fin, como se ve, siempre me encuentro en el ser en cualquiera de sus modos. Siempre hay alguien, que es, ubicándome en un ser desde un tiempo que es presente en todos los casos, cómo iba a ser si no. Veremos en su momento esta interesante diferencia, o al menos situación, entre el ser que digo de mí y el ser que dicen de mí, lo que yo digo que soy y lo que dicen que soy, a pesar de que en ambos casos me ven: yo viéndome a mí y otro viéndome a mí.

 

            Pues bien, a través del texto de Heidegger me gustaría llamar la atención sobre algo que podemos entender de modo implícito (aunque ya en Ser y tiempo desarrolló esto de modo riguroso). Se trata, por lo demás, de algo tan evidente como desapercibido: cuando uno pregunta lo hace “desde” un contexto por el que se pasa sin más. El sujeto que se interroga mediante la fórmula tradicional “¿qué es…?” a veces olvida, o no tiene en cuenta lo suficiente, su propia situación. Vayamos a lo simple. La pregunta griega, y nuestra, tiene estas características: se trata del verbo ser utilizado en tercera persona del singular del presente de indicativo. El sujeto de la pregunta, sin embargo, no es “él”, tal como habría de corresponder a esa tercera persona del singular: él es. Se trata de un “yo”, primera persona del singular, que se obvia a sí, que se olvida de sí para llamar la atención sobre otra cosa. Un yo, aquí y ahora, ¡que es!, y no dice “soy”, plantea una interrogación quitándose él mismo de en medio para dejar el sitio a: “¿qué es…? El sujeto que pregunta, el lógico, él, no aparece, pero tampoco el que aparece y por el que es posible la pregunta. Hemos olvidado al “yo” de la pregunta, o más exactamente: el que pregunta se ha olvidado a sí mismo, se ha dejado atrás, como si no tuviese papel alguno en la pregunta, como si no se pusiese en juego. Una reducción fenomenológica de sí mismo para sostener una objetividad con todas las garantías. Yo, que soy, abdico en un preguntar que dice: ¿qué es…? Por tanto, la respuesta a esa pregunta está condicionada por el que pregunta, como no puede ser de otro modo. ¿Cuáles son las características básicas del que pregunta? Un aquí y un ahora, un lugar y un tiempo a la vez le sustentan: una percepción (espacio/óntico) y una introspección (tiempo/ontológico); y también un estado anímico, aunque ni diga estas cosas ni parezca ser consciente de ellas. Es cierto que también están ahí como algo evidente de suyo las costumbres, la educación adquirida, en definitiva una cultura con todos sus condicionantes, sus prejuicios, pues no podemos olvidar que el sujeto de la pregunta, quien la plantea, tiene una cierta edad: ya no es el niño cuyo “qué es” se dirige a otro, un adulto, esperando que le responda, sino alguien con un mundo cuyo “qué es” le pone en juego, cuya respuesta se fragua dentro y no fuera; el que pregunta es uno que, por lo demás, ha de darse una respuesta. No hay algo así como “la” respuesta, poner una cosa (res-puesta) contra la apertura que supone toda interrogación y su tendencia a la posibilidad, antes bien “la” pregunta es la pregunta de alguien, en relación a algo, “una” pregunta por “un” algo que es de “su” interés. Con esto quiero decir que la pregunta y la respuesta de un sujeto no tiene porqué valer, ni ser la misma, para otro sujeto. Frente a la misma pregunta, digamos que la misma expresión escrita, como insinuación de una posible objetividad en ese orden, en ningún caso se pone la misma cosa; el sujeto no es el mismo. Pero es que incluso la presunta misma pregunta, la presunta objetividad de la grafía, tampoco es siempre la misma, en cada sujeto tiene lugar una determinada preocupación, y determinación por lo ya dicho anteriormente sobre los condicionantes de la sujetividad (aquello que sujeta el individuo, y lo sujeta, definiéndole de un determinado modo), así cualquier cuestión en juego supone paradójicamente una cierta posición previa, una cierta opción, una cierta decisión que, ahora, se cuestiona. H.-G. Gadamer sostenía que no hay pregunta que no se funde en una interpelación y que no hay enunciado que no sea una respuesta[2]. Una diferencia interesante, puesto que aquí el enunciado, lo que se dice ―sea una afirmación, una valoración o una descripción― es a consecuencia de una pregunta, que hemos de habernos interrogado por algo para emitir un enunciado, luego la primacía es de la pregunta sobre el enunciado. No estoy muy de acuerdo con Gadamer, sobre todo después de haber quedado convencido de la posición del sujeto en relación a sus condicionantes, y digo esto porque son precisamente esos condicionantes, en la medida que se incardinan en el ser, los que constituyen un punto de partida, un desde dónde, característico de una certeza referencial, por eso partimos con algo dado, no de ningún sitio y de ninguna cosa (no olvidemos que se trata de un preguntar adulto). De hecho el existente ha sido constituido por el discurso del otro (así nos lo recuerda nuestra madre, sobre todo ella, cuando nos dice “tú eres mi hijo” o “hijo mío”, también J. Lacan, entre otros, para que no se nos olvide): me nombraron mis padres antes incluso de nacer, como si yo mismo fuese ya una especie de enunciado del otro, exhalación de su deseo. Esta condición previa de una afirmación, certeza o enunciado explícito, en definitiva de algo ya ahí se problematiza mediante la pregunta.

 

            Podemos describir experiencialmente el proceso conducente a la interrogación, a raíz de algo ya presente, ahí, del siguiente modo: como una crisis de lo habitual, de lo acostumbrado, como una pérdida del carácter evidente de lo que venía siendo considerado como evidente. “¿Cómo es…?” “¿qué es…?” “¿por qué es…?”. De estos tres modos de interrogación sobre lo evidente el más radical tiene lugar en la pregunta “¿qué es…?”, pues supone una crisis de la cosa misma en su ser sin la cual no es posible ni un “cómo” ni un “por qué”. El sujeto estaba convencido de lo que ahora se le descubre como una creencia, un parecer, ligado al ser, porque la crisis, la duda que introduce la pregunta incide en el ser: algo que es oscurece su ser. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Que algo que es se oscurezca en su ser precisamente? Sí, se oscurece un contenido, un modo de ser, i.e.: aparece el es de la ignorancia, de la incertidumbre, la extrañeza de la cosa que nos venía siendo entrañable, lo cual significa que la cosa solía prestarse a una cercanía, por pura repetición, impidiendo la aparición de su ex-trañeza, haciéndola des-aparecer como ex-traña. Lo originario siempre es lo extraño, eso es lo primero y lo que, a fuer de insistir, adquiere la cualidad de entrañable, pero sin la memoria no hay entrañabilidad, si uno no recuerda que lo que ve es lo visto (no lo que vio y no volverá a ver), y esto una y otra vez, no es posible que des-aparezca la ex-trañeza. Las cosas y el sujeto pueden ir juntas, ser coetáneas, pero no ser consecuencia una de otro si no se da una decisión del sujeto sobre el aparecer de la cosa, si no es él quién se pone como fundamento de qué, su posibilidad. Hay quien considera a lo extraño como algo común y por tanto entrañable, y no se sorprende nunca ni se hace cuestión de ello. Así es el comportamiento del sujeto común, no echa cuenta alguna de lo ex-traño, no corresponde a esa situación y actúa como si tal cosa, haciendo dejación de su sujetividad y de su “tener que decir algo” sobre lo que hace sin pensar, como si no tuviese responsabilidad en la constitución de la entrañabilidad. Por eso un día lo entrañable se vuelve fiero, amenazador, des-conocido… porque aparece su originariedad respecto al sujeto que ha venido sustentando una posición ajena, dando por explicado lo acordado por otro, lo dicho por otro, lo pensado por otro. Así somos por lo normal, damos la autoridad sin más, aun sin saber que la damos, asumimos lo que aparece como lo que “es”, lo cual es cierto, pero en ningún caso nos damos cuenta de la sujetividad a la que está atada esa aparición. Lo que yo sé ya lo sabe el otro por mí, lo que debería saber ya lo sé por el otro que me lo dice. Pero este juego de la dejación no elimina la responsabilidad del sujeto, puesto que en realidad hace suyo el decir del otro y habla desde esa apropiación que hace propia, luego aun siendo lo ex-traño lo que me encuentro, al final lo en-traño, lo instalo dentro y lo vuelvo a repetir cuantas veces haga falta. Uno, que comienza siendo a raíz del otro, se convierte en otro y lo hace sin mayor dificultad, así puedo decir finalmente que soy esto o aquello, y afirmo esto o aquello con relación a tal cosa o tal otra, y tapar la angustia de mi apertura esencial, de ser pura disponibilidad, no saber de mí más que a raíz de quién eché mano. Así pues, el enunciado del que parto, que no digo, pero que se ha puesto en cuestión a través de la pregunta, constituye la re-aparición de la extrañeza originaria. El filo-sofos es aquel que se ha hecho cargo de esa extrañeza, aquel que “ama” lo extraño en la medida que es ahí donde tiene lugar el saber y la autoridad. El filo-sofos como autor es aquel que ha conquistado un territorio en la medida en que lo ha tornado propio.

 

            Habíamos dicho que todas las connotaciones del sujeto están presentes en esa interrogación a pesar de que el sujeto no las tenga en cuenta, se olvide de sí mismo o las sobrepase por demasiado evidentes o algo aún peor, porque se olvide de ellas, porque un despiste, un vuelco radical en lo que está ahí delante le sustraiga de lo más cercano y elemental. Sin embargo, hay algo que es común a todo sujeto en la experiencia de la pregunta: un aquí y un ahora. Efectivamente, y esto es clave en la reflexión que hace Heidegger en esta conferencia, el sujeto que pregunta (Parménides, Heráclito, Platón, Aristóteles… Descartes, Kant, Hegel, Schpenhauer… Nietzsche, Freud, Heidegger, Sartre, Lacan, etc.) lo hace siempre desde un estadio del tiempo: el presente; y por lo que ese horizonte le facilita: lo presente. Cuando un sujeto pregunta “¿qué es…?” tenemos esta situación: alguien del presente y en un sitio (ahora y aquí) pregunta por algo que ligado a ese presente no puede manifestarse de otro modo que como lo presente, lo que hay: la presencia, que no es otra cosa que lo que aparece al presente, al que está ahí preguntando. Por tanto, la queidad fenomenizada en el modo “¿qué es…?” indica un presente en el que se despliega el “es” ―lo presente― de la cosa mediante el lenguaje. Heidegger nos advierte una y otra vez cómo las respuestas a la pregunta no son ni mejores ni peores, más exactas o menos exactas, porque cada respuesta pone en juego la idiosincrasia del que pregunta y su comprensión no explicitada del “qué”, del sentido que le supone o que le da. En este sentido la historia de la filosofía no es otra cosa que la narración de lo que han respondido algunos pensadores al “qué”, sin que en la mayoría de los casos se diga claramente que suponía en ese “qué” cada uno de esos pensadores. Esto es lo importante, y esto es lo que todo historiador olvida y que es lo que le hace ser un mero historiador y no un filo-sofos: alguien que ni se pregunta ni asume su temporalidad sino que la dedica a la erudición del discurso del otro… como si con él se hubiese agotado lo presente, esto es la res-puesta.

 

            Lo que Heidegger nos ha enseñado es que no podemos caer en el error de confundir la “queidad” con la eternidad, olvidar el presente que inexcusablemente se pone en juego a través del sujeto, por eso el ser es apertura y sólo eso y por eso es acontecer, porque se encuentra ligado a un sujeto que es contingente, finito y mortal y la respuesta no puede “ir más allá” de los condicionantes del sujeto. Esto es la meta-física entendida no como un mero término para referirse a las obras de Aristóteles que tratan asuntos que ya no son de la “physis”, sino como algo que alude a una pretensión de ubicarse en un más allá del presente, de la fugacidad, a salvo del sujeto: meta-física en sentido estricto es “lo que va más allá del sujeto”; “lo que va más allá del presente”; “lo que va más allá del aquí y el ahora”; “lo que está en un sitio pero no en el tiempo”. Esto es el colmo de un delirio. La metafísica no es lo que dijo Platón sino lo que escribió, porque el decir en tanto que hablar sucede aquí y ahora, se oye y desaparece. Y el que lo oye lo puede llevar consigo sólo porque algo del otro se ha hecho suyo, se ha puesto a tiro de su deseo. ¿La pregunta? Es la res-puesta lo que se lleva uno del otro como algo que escapa a su sitio y a su tiempo, como algo que, siendo del otro (de su singularidad), puede ser mío (de mi singularidad): es lo sido del otro que ahora es en mí. Esto es la escuela y, como vemos, toda escuela es meta-física en sí misma… aunque se procure sacar provecho de la posición del maestro añadiendo nuevos descubrimientos a lo ya descubierto, pero, efectivamente, se parte ya de un descubierto que perdura más allá del aquí y ahora del sujeto que lo descubre. Cada discípulo hace dejación de su aquí y ahora para asumir el aquí y ahora del maestro (¿). Efectivamente, ¿cómo puedo renunciar a mi responsabilidad, obviar mi sujetividad en aras de una posición que me es ajena? ¿cómo puedo delegar mi sitio y mi tiempo en el de otro, y no sólo coetáneo sino ya histórico? ¿cómo puedo jugar a eso de sé lo que tú sabes, mi saber es tu saber? El sabor es sujetivo, no hay posibilidad de poner en juego el cómo me sabe una cosa a mí y el cómo te sabe a ti más que a partir de experiencias propias, aquí y ahora. El discípulo no debe ser un clon del maestro, ni tampoco su biógrafo o su vocero, sino uno que ha de llegar a ser maestro, un maestro en el despliegue de la queidad en aquello que le es más propio: su aquí y ahora. Esto es lo cercano, lo más cercano, pero que paradójicamente resulta, como dice Heidegger, lo más lejano.

 

            Por eso no podemos conformarnos con la respuesta de Platón o de quien sea, cada uno de ellos despliega el “es” según sus luces, y a ese despliegue lo llamamos “esencia” (la “eseidad”). ¿Cómo podemos definirla? Como el desocultamiento de una cosa para un sujeto, desde un sujeto y en su aquí y ahora. Esto, por lo demás, se lleva a cabo en el decir, hay que decirlo, por lo tanto tiene que contar con la convicción del sujeto, debe estar íntimamente ligado a él puesto que es el sostén de aquello que dice. Sin esta seguridad, sin esta certeza, no puede haber respuesta como tal[3]: reflexión, opción y decisión representan la base de una queidad y eseidad maestra. Aquí el sujeto se pone en juego, se temporaliza y se hace histórico: “es” (presente) y “esencia” (desoculta lo presente en el presente). Pero como vemos en la “historia de la filosofía” esta situación sólo se ha dado en raras ocasiones, de hecho la “historia de la filosofía” es el ámbito de unos pocos y de sus ocasiones. Podríamos decir que la “historia de la filosofía” es la “historia marginal de la queidad y la eseidad sujetiva”, una historia de cómo el presente, en cada ocasión, ha desplegado lo presente y cómo cada una de estas respuestas ha evolucionado a través de sus creyentes fundando las distintas escuelas. Sin embargo, así es como se hace justo lo opuesto a lo que hizo el maestro, por eso tenemos que hablar de épocas y no de situaciones, en la medida en que toda época se sostiene en un presente que ha sido forzado a traicionarse y desvirtuarse haciéndose eterno, haciendo de un sujeto y de una posición sujetiva un dios y una doctrina. De este modo nos olvidamos de la temporeidad y hablamos del tiempo, nos olvidamos del presente y hablamos de la presencia como algo constante, continuo, que olvida su estrechísima vinculación a la contingencia del presente.

 

            Según esto, la constitución de la época desde una determinada reducción del ser a un es fundado por un sujeto nos puede parecer un dislate; ¡¿cómo es posible que la reflexión, la opción y la decisión de uno, un sujeto, pueda agotar el todo del es para un presente y en una determinada posición, un sitio pre-comprensivo condicionado por las características del sujeto?! ¡Asombroso! Después de lo que venimos diciendo en este apartado parece sensato tomar distancia de toda época en tanto que representación de la acción de sus gentes, porque en ningún caso se sustenta ella en todas sus gentes. Del mismo modo que la historia de la filosofía es el “sitio” en el que son unos pocos de filósofos en sus fantasmas soportados por la proyección imaginaria, así la época: ella está ligada a la posición de un sujeto que toma la decisión de destacar aquel fenómeno que más le ha impactado no sólo a él sino, según cree, también a los demás. De lo que ve, oye o lee destaca un elemento singular, característico y, según parece, capaz de reunir en sí lo más significativo del momento, porque esa reducción epocal se enclava en un momento. Se trata de un todo que se funda en un no-todo. El sujeto que pretende reunir en un determinado fenómeno, que por otro lado siempre ha de ser dicho, la diversidad de cosas que cohabitan en un presente está agarrado, por ello mismo, a su propia contingencia, a lo presente para su presente. Cada época supone una matanza ―perdón por la crudeza de la expresión― de la que sobreviven muy pocos, aunque ciertamente más que los que encontramos en la historia de la filosofía. En la época se reúnen muchos otros además de los filósofos: la Edad Antigua, la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración, la era agrícola, industrial, tecnológica… no son más que clasificaciones dadas por los que no vivieron en ninguna de esas épocas, y si vivieron se dieron un nombre en tanto que grupo con una determinada posición en relación a una actividad concreta: los surrealistas, cubistas, marxistas, fascistas… son grupos constituidos al margen o contra o frente a, así llamamos a un comportamiento específico no a una época, y a veces, cuando acotamos una época no vemos representada en ella a un grupo o a muchos. Por tanto, aquel que busca determinar una época se fija en lo que insiste, en lo que puja una y otra vez sin permitir que aparezca otra cosa sino la misma, en psicoanálisis se llama a esto que insiste, que se repite, síntoma. Pero el sujeto que hace la época no está libre de pecado, también él decide sobre aquello que ha de alzarse como época. ¿Son los fenómenos críticos, rompedores, los que cierran una época y abren otra? Si es así ¿qué rompen? ¿por qué introducen una crisis aquí y no allí, en esta cosa y no en aquella? El hambre, la miseria, la injusticia, la explotación… no han conocido crisis que sepamos. Es cierto que al no contar en la historia con testimonios en este sentido no tendríamos porqué concluir que alguna vez no haya habido una crisis de esos fenómenos. Si cualquiera de esas lacras ancestrales tuviesen que epocalizarse no habría época alguna. Podemos afirmar, tal vez sin mucho riesgo, que las épocas se constituyen a raíz de una nueva versión de lo mismo: un modo de ejercer la política por otro, un modo de entender la economía por otro, un modo de entender el arte por otro…, etc. También podríamos considerar la época no en función de las nuevas versiones de lo mismo (o, como diríamos hoy, de actualizaciones) sino del cambio en la primacía de lo mismo, i.e.: la política por la teología, la teología por la ideología, la ideología por la tecnología y la tecnología por la economía. La historia nunca será del hambre, la injustita o la marginación (aunque M. Foucault haya sido una firme tarea en este sentido), sino de esas otras cosas que cambian. Parece como si la economía (las normas para el buen funcionamiento de la casa) fuese histórica y el hambre metafísica, y curiosamente el economismo dinerario actual, que pretende alzarse como la eseidad de nuestro presente, va más allá de él buscando alzarse no sólo época sino naturaleza misma, y no anda errado, pues tampoco él ha conocido crisis como el hambre o la miseria, porque… ¿acaso ha conocido crisis el deseo que va más allá de sí convirtiéndose en goce?

 

            Toda época[4], decimos, es una reducción hecha por la voluntad de alguien guiado por su posición afectiva, teórica y, así, desde una referencia. Además, como ser-en-el-mundo que es existenciariamente se incardina en un mundo, por tanto se trata, para el que busca determinar la época, de un estar-en-un-mundo, y sólo porque es así puede lograr percibir otro mundo, que hayan otros que están en un mundo. No podemos detenernos a exponer los contenidos que caracterizan a una cosa como “mundo” (esto ya lo hizo Heidegger con bastante detenimiento y fortuna), pero a ninguno se nos escapa que ese contenido ha de venir condicionado por la temporeidad y la queidad. Julio Cortázar tiene un relato que se llama “La vuelta al día en 80 mundos”, y esto resulta obvio aunque se olvide y nos machaquen una y otra vez con el rollo ese de la globalización como su hubiesen descubierto la pólvora (y es que cuando algunos norteamericanos descubren algo ya descubierto hace bastante tiempo es cuando se descubre: lo que no han descubierto ellos no ha sido descubierto). En fin. La cuestión es ésta: la época es la diferenciación de un mundo, que pretende hacerse representativo, mediante un concepto unificador y reduccionista realizada por alguien que, estando inmerso en un mundo, se coloca supuestamente fuera de ese mundo, porque si no suponemos esto entonces eso de la época no es más que la impronta de una sujetividad con sus avíos específicos y bien ceñida a lo que se desea o lo que se teme. Pero si esto es así, ¿quién de nosotros estamos capacitados para fijar el mundo en un concepto epocal? Heidegger lo intentó, y digo esto porque propuso el concepto del “engranaje” (Gestell) para calificar a la cultura occidental. Yo creo que acertó tanto como se equivocó. Digo esto precisamente a consecuencia de lo que acabo de exponer. Yéndose al campo parecería que uno está en un mundo distinto al del engranaje, y sin embargo al campo se va Heidegger para poner tierra de por medio entre él y el engranaje, haciendo de aquello que él ha descubierto, como lo que significa su visión del mundo, precisamente lo que lo echa del mundo, dando cuerpo a una extraña paradoja: su (mi) punto de vista sobre el mundo es el que le (me) echa del mundo, pero ¿hacia dónde o adónde le (me) echa? En ese campo y en esa cabaña a la que se va, el sitio al que es lanzado por el engranaje, es el mundo inmediato, el mundo aquí a la mano, no el de allí a la disponibilidad según se expresa él[5]. Sin embargo no es menos cierto que si uno “huye de”, en vez de “ir a”, lleva consigo lo que pretende dejar atrás, por ello Heidegger no es libre, en cierto sentido, para optar por ese campo y esa cabaña. Ellos sólo tienen un sentido gracias al “engranaje” y son el mundo que busca habitar un sujeto en otro sitio que el del engranaje, más allá de él. Por eso el “no” de Heidegger es del “sí”, de su convicción de que al delimitar una época como la del “engranaje” ha logrado poner un límite entre ese mundo y el suyo… cayendo en el error elemental de no darse cuenta de que aquel mundo de la técnica también es el suyo, forma parte de él. El mundo heideggeriano sólo puede ser de Heidegger y de ninguno más, en la medida en que es una manifestación de su temporeidad y de su queidad. Ser heideggeriano no es ser como Heidegger sino asumir las preguntas y las respuestas de Heidegger como si me las hubiese planteado y respondido yo, pero esto es lo que hace un creyente: abdicar de su temporeidad y su queidad siguiendo la de otro, haciendo dejación de su responsabilidad, i.e.: de ponerse en juego. Para ser como Heidegger hay que ser como otros muchos, como Platón, como Aristóteles… hay que ponerse en juego asumiendo la tarea de actualizar, poner en acto, el aquí y ahora de uno: queidad y eseidad en el presente.

 

            Un esquimal o un indígena del Amazonas tal vez tuvieran mejor posición para hablarnos de nuestro mundo, y siempre lo harían teniendo al suyo como referente. Sea como fuere podemos concluir que no hay época más allá de la temporeidad y la queidad, más allá del presente y del despliegue de lo presente singulares del sujeto. El clima, la lengua, las costumbres, todo lo circundante, y la propia personalidad del sujeto, determinado por todas esas cosas y otras que se le escapan: lo que ve a su alrededor (y lo que no ve), televisión también (o no), las calles que transita (y las que no), es decir, con todo aquello que trata (y que no trata) constituyendo lo que podríamos definir como su “huella mundana” o su mapa del mundo, todo esto es presente y lo presente lo sepa o no, lo tenga en cuenta o ello lo tenga a él en cuenta sin saberlo. El pensador, que desarrolla su pensar desde la posición del filo-sofos, es decir, de la vocación guiada por un deseo de decir el ser poniéndose en juego, ha de olvidar la época o, al menos, tener muy claro que si va a por ella no debe caer en la vanidad de creer que la significación que logre, el nombre del ser que decida ponerle, va más allá de su cuarto, de su hogar, de su barrio, de su ciudad, de la información que obtiene leyendo o mirando la pantalla o lo que oye, incluso de lo que intercambia con un grupo de especialistas con los que le comparte cierta temática. Tampoco hay que olvidar la posición de los que ostentan poder suficiente para hacer de su mundo el mundo en el que hemos de vivir todos, nos guste o no. Es cierto que los hay ingenuos e incluso, en grado peor, idiotas que olvidan estas sencillas cosas… pero absolutamente determinantes. Son muchos de esos que están todo el día con la globalización, que no es otra cosa que el globo que tienen en la cabeza y por cabeza, el globo que le han vendido como a niños y así andan: mirando todo el día para arriba. Algunos llaman a eso pragmatismo, que también hay que ser despistado además de banal[6]. Por aclarar las cosas apostaría a que la época proviene del asombro, que la cosa que significa la época, esa unificación reductiva y reduccionista, es aquello que ha fijado la mirada del sujeto porque es lo que le ha sorprendido, lo que ha desatado su sensibilidad, su emoción y su afecto. No se trata de mero interés, porque en éste juegan otros factores, fundamentalmente la intencionalidad del sujeto, sino de algo que coge al sujeto, que lo atrapa, que lo sujeta y así lo constituye gracias a un referente; es a lo que queda ligado lo que legitima esa instancia que llamamos sujeto. Así podemos decir: el sujeto es lo que sujeta, en cada caso, a cada uno de nosotros; el sujeto es lo sujeto (aquí y ahora) y su conversión a lo sujetado (más allá de aquí y ahora), su apropiación dilatándose hacia un futuro y un pasado: lo presente que seguiré teniendo mañana a sabiendas de que ayer no lo tenía. El impacto del asombro manifiesta un momento privilegiado, una singularidad, como se dice en la física contemporánea, cuyos efectos no desaparecen y cuyo acontecimiento se cifra en la temporeidad y la queidad.

 

            Finalmente. No podría haber eruditos ni profesores sin historia de la filosofía, no podría haber historia de la filosofía sin filosofía, no podría haber filosofía sin filósofos y no podría haber filósofos sin el acontecimiento histórico de un modo de pensar que se constituye en un aquí y un ahora comprometiendo la existencia… “haciendo de ello vida y labor propias”, como dice nuestro poeta Claudio Rodríguez[7].